Por Alicia de Arteaga
FOTOS: Gentileza La Biennale di Venezia y Alicia de Arteaga
Desde 1895, cada dos años, La Serenísima recibe el arte del mundo y legitima lo que importa; una vidriera universal que dura siete meses y recibe a coleccionistas, curadores, directores de museos y periodistas de todas partes. Destino y meta que este año dio un golpe de timón. Por primera vez un director latinoamericano, Adriano Pedrosa (Rio de Janeiro, 1965), que hizo del Sur un Norte. Desde la Plaza de San Marcos hasta los Giardini y los Arsenales, la ciudad de los canales es una caja de arte, un laberinto para perderse, aunque azote el Mistral o sople el Siroco. Venecia es Venecia. Bellísima y única. Quien lo dude, camine temprano por la Piazza de San Marco y escuche sus propios pasos. Experiencia mística si las hay.
Venecia. Dorsoduro.- Desde 1896 Venecia es el destino de los peregrinos del arte del mundo entero. Nada ni nadie ha podido torcer el destino de la madre de todas las bienales, fundada por Umberto de Saboya a fines del silo XIX para atraer turistas en el verano tórrido de La Serenísima. El impulso del monarca dio resultado y ese lugar mágico, que es en sí mismo una obra de arte, recibe cada dos años a la crema del arte para determinar quién es quién, por qué y cómo. Esta edición, la número 60, ha cambiado el rumbo tradicional. Es un turning point, un quiebre en la historia marcada por los grandes curadores del mainstream legitimados por la tradición eurocentrista.
La Fundación Bienal de Venecia eligió como director a Adriano Pedrosa, un curador valorado, querido y respetado, que está al frente del MASP, el museo más importante de Brasil. Latinoamericano y queer, el primero en la historia de esta gran fiesta del arte, Pedrosa tuvo carta blanca para dar vuelta el mapa, como lo hizo a principios del siglo XX el uruguayo constructivo Joaquín Torres García al dar vuelta el mapa y hacer del Sur un Norte. Un director libre e inspirado, con la mente abierta, inteligente en sus decisiones, audaz en la selección, conocedor de los pliegues de la cultura que atraviesa el continente con luces y sombras.
Adriano siguió la corriente de su deseo y bautizó a la Biennale, que puede visitarte hasta el 24 de noviembre, “Stranieri Ovunque”, “Strangers everywere”; “Extranjeros en todas partes”. Un título que lo dice todo, inspirado en el colectivo de artistas Claire Fontaine. No es la Bienal de los grandes nombres, ni de las galerías poderosas, ni de las fiestas en el Canal Grande para celebrities y magnates, pasajeros de paquebotes gigantes. Es una Bienal modelo latinoamericana, con fuerte presencia de Brasil y de Argentina; de voces primitivas, lejanas y originarias. El Padiglione blanco impoluto, donde por tradición se exhibe la muestra curada por el propio director, es ahora un fresco pintado por Mahku, movimiento amazónico Huni Kuin. Un grito de color. Allí se concentra y se consagra “la selección de la Bienal”, los nombres que cuentan y que pesan.
En esta edición está el “Núcleo histórico”, formato salón del siglo XIX, con los retratos y obras de artistas que anotaron su nombre en la historia del arte, Frida, Amelia Peláez, Pettoruti, Di Cavalcanti, Tarsila do Amaral, Torres García, Portinari… Y están los nombres que agitaron el avispero contemporáneo, como la argentina Chola Poblete, nacida en Guaymallén, Mendoza, premiada por el Jurado; Sandra Gamarra, en el pabellón de España, con celebrada curaduría de Agustín Pérez Rubio; Mariana Tellería autora de “Dios es inmigrante”, la escultura instalada en los Giardini, que ahora es propiedad de Jorge Pérez, coleccionista cubano radicado en Miami, developer de Relate Group. Perez compró la obra de Tellería para Espacio 23 su nuevo warehouse de arte en Allapattah, un vecindario marginal de Miami valorizado por el arte, que se suma al PAMM su museo sobre Biscayne Bv (diseño de Herzog y DeMeuron) y su casa en Coral Gables.
La Biennale 2024 es una celebración del inmigrante, el extranjero, el queer y el indígena: todos los excluidos toman el poder en esta edición. La gran cita del arte contemporáneo celebra las identidades marginales con una rompedora edición en la que los nombres del sur global, muchos de ellos desconocidos, son mayoría.
Y el resto del mundo dice presente con otras voces. La instalación inmersiva de Archie Moore para el pabellón de Australia, Kith and kin (Parientes y amigo) se llevó el León de Oro a la mejor participación nacional.
En una edición en la que los indígenas han conquistado el escenario, en forma coral o individual, la obra de Moore es un homenaje a la resistencia de los aborígenes australianos, la cultura continuada más antigua de la humanidad, que a lo largo de la historia ha sufrido numerosos intentos de aniquilación, física y cultural. Moore, británico por parte de padre, es de origen Kamilaroi y Bigambul por parte de madre. Con infinito amor y paciencia ha dibujado con tiza blanca su árbol genealógico que se remonta a 65.000 años atrás y ocupa la totalidad del espacio expositivo del pabellón. En el centro, como flotando sobre una fuente de agua, hay una gigantesca mesa con miles de documentos relacionados con las muertes de indígenas australianos bajo custodia policial en las últimas décadas. Una voz que no calla en un largo y ominoso tiempo de silencio.
El León de Oro a la mejor artista fue para el Mataaho Mamaori Women’s Collective, formado por Bridget Reweti, Erena Baker, Sarah Hudson y Terri Te Tau, quienes con su obra “Takapau” crearon una luminosa estructura entrelazada de cinturones que atraviesan poéticamente el espacio de la galería. Haciendo referencia a las tradiciones matrilineales de los textiles, con su cuna en forma de útero, la instalación es a la vez una cosmología y un refugio.
Bajo costo, alto impacto. El efecto que provoca en el espectador es subyugante. Nada más simple y más persuasivo, que ese tejido virtual, bello, disciplinado y mutante al mismo tiempo, determinado por el paso de la luz sobre la trama.
“La Biennale es un parque temático dentro de otro parte temático.” La definición del español Antoni Muntadas sigue siendo imbatible cuando se quiere entender ese fenómeno único que es la Bienal de Venecia. No importa que haga frío, calor o un diluvio inunde la Laguna. En el vaporetto, cargado de pasajeros que han pagado 35 euros por su ticket, no cabe un alfiler. Avanza cabeceando por el Canal Grande hasta la fermata Giardini… y todo lo que viene después es la celebración del arte.
La edición 60 presenta 90 pabellones nacionales y 30 eventos colaterales distribuidos en toda la ciudad. Recomiendo Pierre Huygue en Punta Della Dogana, el museo del coleccionista y empresario François Pinault en la vieja aduana del mar refuncionalizada por Tadao Ando. Es una pieza exquisita e inquietante, una reflexión sobre la condición humana que corta la respiración. Caminando sin apuro se llega al Museo Peggy Guggenheim, a la Academia y al Rialto, donde la ciudad de los canales explota de turistas y de belleza.
La Bienal es y ha sido desde siempre un punto de referencia sensible y un termómetro de lo que pasa en el mundo. Hay algo en la matriz de esta edición que sintoniza con la realidad que vivimos y con lo que tememos pueda suceder. Una sociedad víctima de posiciones extremas, de fanatismos riesgosos. Adriano Pedrosa registra esa fragmentación y fortalece la idea del carácter premonitorio del arte. Stranieri Ovunque Extranjeros en todas partes asume la condición universal del extranjero como el otro, pero no solo el otro migrante, también el otro distinto por su identidad sexual, por el color de la piel o por sus creencias. El arco geográfico de los artistas participantes expresa la apertura mental, el cambio de paradigma, la decisión de mirar en los bordes: Sudamérica, Medio Oriente, Sudeste Asiático, Africa.
Entre jazmines y encuentros gloriosos en la via Garibaldi, la Bienal es un espacio de reflexión y diálogo. Los pabellones nacionales reflejan el lugar del arte como institución, y tienen su correlato en los Arsenales, la expansión necesaria cuando los Giardini quedaron “chicos”. Esos antiguos galpones navieros, donde se guardaban las velas y los atalajes en tiempos de Marco Polo, son hoy una gigantesca sala de exposiciones de paredes ladrilleras y techos altos. Allí descubrí años atrás la obra de Ron Mueck, el niño sentado en cuclillas interrogando al universo, en la que fue, tal vez, la más conmovedora bienal que visité: Platea de la Humanidad con la dirección de Harald Szeemann, el curador suizo que dejó su lección a la posteridad. La avenida de plátanos escoltada por los pabellones nacionales lleva su nombre. Y no es casual.
La Argentina no tiene pabellón, que sí lo tiene Uruguay… y muy bien ubicado. Nunca lo tuvo, aunque en una oportunidad Guido Di Tella, entonces Canciller, supo recorrer los Giardini en compañía de su par italiana, la distinguida Susana Agnelli, en busca de un lugar para nuestro país que participa en la madre de todas las bienales desde 1901, cuando presentó la obra de Pio Collivadino.
Fuimos por años un país nómade. En 2011, ayer nomás, la gestión conjunta de la entonces presidenta Cristina Kirchner y de Paolo Baratta, por años presidente de la fundación Bienal, logró el espacio propio para la Argentina con la firma de un comodato por veinte años en el mejor lugar disponible de los Arsenales. Fue inaugurado dos años después con el envío de Nicola Costantino.
Paolo Baratta, al agradecer la orden del general San Martín, recibida por decreto oficial, puso la nota destacada en la jornada inaugural: “La Argentina tiene su pabellón no por razones sentimentales ni políticas, sino por la calidad de sus artistas, que han dejado y marcan hoy una huella en el arte contemporáneo. Es una manera de retribuir a la Argentina su formidable aporte al arte de nuestro tiempo”.
En el pabellón se exhibe el envío argentino 2024: la obra inmensa y potente de Luciana Lamothe. Ojalá se derrumben las puertas es una instalación que cuestiona nuestra forma de habitar el planeta, sacudido por el cambio climático, las crisis migratorias, económicas y sociales. Con curaduría de Sofía Dourron, la instalación redefine el concepto de hábitat y se vale de caños, fenólico curvado, maderas de viejas góndolas, hierros… La estructura, fiel a la estética de la artista argentina que es pura potencia y desafío, ocupa todo el espacio expositivo.
Como la corriente de agua que va y viene con la marea, de la ferrovía a San Marco, la Bienal sobrevivió crisis, guerras y dictaduras. Desde los trazos primitivos de las cuevas de Altamira, los artistas no han hecho otra cosa que correr los límites hacia territorios desconocidos, por la sencilla razón de que ellos ven antes lo que todavía ignoramos. ”Atención, la percepción exige tiempo”, dice el sticker que reparten las azafatas de la bienal, junto con el pocillo de café ristretto de Illy, principal sponsor de la muestra. Y esta leyenda cobra sentido porque el arte contemporáneo no es una cuestión que se liquida en cinco minutos de observación; no basta con una visita a vuelo de pájaro.
Nuestro país ha recibido todas las distinciones en distintos tramos de la historia: Berni, Le Parc, León Ferrari y, este año, la mención más aplaudida y comentada: La Chola Poblete. Por Venecia pasaron Kuitca, Jorge Macchi, Distefano, Noé, Leandro Erlich, Graciela Sacco, Jacques Bedel, el meteórico Adrián Villar Rojas y muchos más que conforman el mágico universo de los artistas argentinos acreedores de tan destacado espacio.
Casi parece un mal argentino haber vivido tiempos de gloria y ser los más antiguos “asistentes” a este ruedo sin tener un pabellón en la imperial avenida de los Giardini, donde están Uruguay, Suiza, Finlandia, Corea, Japón y, en la cima, el triángulo del poder en los albores del siglo XX cuando nació la Biennale: Gran Bretaña, Alemania y Francia.
En la edición de Daniel Birnbaum (2008), el elegido de los dioses fue el argentino radicado en Berlín Tomás Saraceno. De allí en más inició una imparable carrera internacional con las arañas y sus redes como socias estratégicas, más el deseo profundo de buscar una vida mejor, más sana y más justa para nuestro planeta. Basta recordar, también, el salto meteórico en la carrera internacional del rosarino Adrián Villar Rojas, uno de los envíos argentinos más notables; la consagración de Gabriel Chaile en la 59 Biennale, quien ya tiene su lugar en Malba Puertos, el nuevo museo de Eduardo F. Costantini en Escobar. En esta edición, que puede visitarse hasta el 24 de noviembre, el ganador absoluto ha sido la Chola Poblete (Guaymallén, 1989), con sus acuarelas cargadas de símbolos y su presencia perfomática. Distinguida por el jurado a la hora de los premios, La Chola dio una lección de estilo al agradecer con las palabras justas la mención y el reconocimiento; escoltada por su madre, su hermana y por Nahuel Ortiz Vidal, director de la galería Barro, que apostó por la artista queer. Fui testigo. Y valió la pena.