

A mediados del siglo XIX, el Impresionismo capturó las miradas al proponer una nueva manera de mostrar la luz, el color y la realidad. Con pinceladas sueltas, artistas como Claude Monet, Pierre-Auguste Renoir y Edgard Degas inauguraron un nuevo capítulo en la historia del arte que aún hoy es fuente de inspiración.
Por Duilio Fonda
Uno de los significados que la Real Academia Española le da a la palabra impresión es “opinión, sentimiento, juicio que algo o alguien suscita, sin que, muchas veces, se pueda justificar”. A partir de esa definición, podemos entender el asombro y posterior juicio que el incisivo crítico de arte Louis Leroy (Francia, 1812-1885) expresó ante la obra pictórica “Impresión, sol naciente” de Claude Monet. Extendió el comentario al resto de las obras expuestas en el Salón de Artistas Independientes de París entre el 15 de abril y 15 de mayo de 1874, pertenecientes a Camille Pissarro, Edgard Degas, Pierre-Auguste Renoir, Paul Cézanne, Alfred Sisley, Berthe Morisot, entre otros.
Todos pintores de trayectoria, aunque no muy aceptados en esa época, que luego serían reconocidos como partícipes de uno de los movimientos más importantes y revolucionarios del arte universal: “El impresionismo”.
En su artículo “La exhibición de los impresionistas”, Leroy usa ese término de forma peyorativa, burlándose del título del cuadro de Monet: “¿Qué representa esta tela? Veamos el catálogo. ‘Impresión: sol naciente’. ¡Impresión! … de eso estoy seguro. Yo mismo me lo decía, dado que estaba impresionado, que debe haber alguna impresión ahí dentro -continúa el crítico irónicamente- ¡Qué libertad!, ¡Qué perfección en la factura! Un papel pintado para decorar paredes está más terminado que esta marina”.
La declaración de Leroy sintetiza hasta qué punto esta nueva forma de concebir la pintura desmanteló todas las anteriores concepciones académicas, provocando el rechazo absoluto, aún de los más entendidos. Hay que destacar que Leroy era no sólo un crítico reconocido, sino también, dramaturgo y pintor.
El inicio
Si bien el término “impresionismo” se aplica para enmarcar estilísticamente a otras artes, como la música y la literatura, el sentido más estricto de su significado solo puede aplicarse a la pintura y, en menor medida, a la fotografía y el cine.
El movimiento plástico impresionista se desarrolló a partir de la segunda mitad del siglo XIX en Europa y, principalmente, en Normandía. Se caracteriza a grandes rasgos por el intento de plasmar la luz que emiten los objetos, generalmente de un paisaje, en un instante determinado, siendo esa luz y ese instante, más importantes que los objetos en sí.
Hasta aquí la pintura había representado formas con identidad, pero los impresionistas intentan captar el momento de luz que subyace en ellas. Este cambio sustancial en la forma de percibir una imagen fue clave para el desarrollo del arte posterior al impresionismo, representado por el postimpresionismo y las distintas vanguardias que se produjeron hasta nuestros días.
Son los pintores paisajistas ingleses William Turner y John Constable que en pleno Romanticismo sentaron algunas de las bases sobre las que más adelante trabajaron los impresionistas. De Turner tomaron su gusto por la fugacidad, las superficies borrosas, los
momentos irreconocibles, el difuminado y la mezcla de rojos y amarillos intensos. De Constable, una observación minuciosa de los elementos del paisaje llevados a cabo “in situ”, así como la captación directa del clima lumínico que rodea los elementos.
Entre las múltiples manifestaciones del cambio sustancial que, ininterrumpidamente, se venía produciendo a partir del Romanticismo, hay una obra clave que escandaliza al público de la época y llama la atención de una nueva generación de jóvenes pintores, algunos de los cuales integrarán el movimiento impresionista, y es “Almuerzo sobre la hierba” de Eduard Manet. El autor dispone cuatro personajes dentro de un paisaje a la manera de una naturaleza muerta, mostrando adrede una llamativa falta de conexión entre ellos y presentando a cada uno como fuera de todo vínculo con la realidad. Dos hombres vestidos y una mujer desnuda en los primeros planos, una mujer vestida a lo lejos como parte ornamental del paisaje. La obra hace referencia a una situación psicológicamente ambigua y desatiende por completo la noción de modelo y narración, lo que marca un antecedente a los nuevos lenguajes pictóricos.
La “Escuela de Barbizón”, especialmente algunos de sus integrantes, como Boudin, Corot, Millet y Dubigny, también influenciaron de forma profunda a futuros impresionistas como Claude Monet, Pierre-Auguste Renoir, Alfred Sisley y Frederic Bazille, quienes comenzaron a frecuentar los bosques de Fontainebleau. Allí, pintaban al natural, sin conformarse sólo con bocetar la obra y luego finalizarla en el estudio, como generalmente hacían sus primeros representantes, sino realizándola enteramente al aire libre.
Se puede considerar al Impresionismo como la primera ruptura estilística que dará identidad propia a lo que hoy se conoce como arte moderno.

Nuevas leyes cromáticas
Importantes adelantos científicos y técnicos a partir de la segunda mitad del siglo XIX dieron paso a la creación de nuevos pigmentos que elevaron la pureza y saturación del color, permitiendo una capacidad expresiva impensable hasta ese momento.
Una enorme gama a base de óxidos y compuestos orgánicos no naturales y su conservación en pomos de estaño con tapón a rosca que evitaban el secado y permitían una mezcla rápida de tonos, facilitaron significativamente la práctica de la pintura al aire libre.
A partir de la posibilidad de usar un gran espectro de colores puros, los artistas se valieron de la “ley del contraste cromático”, fenómeno ya estudiado en la antigüedad por Da Vinci y Goethe y corroborado por distintos experimentos sensoriales por el químico francés Michel- Eugene Chevreul. El científico confirmó que el valor de un color es relativo con respecto a los otros que lo rodean.
También recurrieron a la “ley de colores complementarios” que relaciona la combinación entre tonos primarios y secundarios contrastados sobre fondos oscuros, fríos y cálidos. Así, las sombras, que antiguamente se representaban con los valores oscuros de los objetos que las proyectaban, pasaron a estar compuestas por colores complementarios que a la vez crean una singular ilusión de profundidad.
Esta riqueza en el uso del color les permitió a los impresionistas definir las formas y los volúmenes con pequeños matices lumínicos, creando luces dentro de zonas de sombra y sombras dentro de áreas iluminadas. Un buen ejemplo de estos recursos lo encontramos en la obra “La catedral de Ruan” de Claude Monet.
Otra las características y tal vez la más notable para quien observa un cuadro impresionista es el valor testimonial de la pincelada y los empastes, usados como pequeñas unidades de sentido plástico. La distribución, aparentemente caótica de estas unidades de color puro, forman a la distancia los distintos elementos y volúmenes de la totalidad de la obra, así
como también la definición de su cualidad tonal. La imagen se termina de apreciar, de alguna forma, al ser observada.
Pequeñas líneas y manchas rítmicas crean una musicalidad cromática que dan forma a los contornos, este proceso llega a su atomización máxima en los neoimpresionistas, también conocidos como puntillistas, que estructuran sus obras con pequeños puntos de color.
Este rasgo que luego será definido por la psicología como Gestalt (psicología de la forma) marcará un antes y un después dentro de la historia del arte occidental y permitirá la participación activa del observador en distintas manifestaciones de las vanguardias y el desarrollo de un concepto de “abstracción pura” que abrirá las puertas para la libre interpretación de una obra.
Con el impresionismo, la descripción de la forma queda subordinada y definida por las
condiciones particulares de iluminación. Por eso, sus cultores preferirán situaciones lumínicas poco comunes, recurriendo a la iluminación interior artificial, dramática y teatral como en el caso de Edgar Degas y sus “bailarinas” o las manchas de luz que se filtran a través de las hojas de los árboles como en los “encuentros sociales al aire libre” de August Renoir o los “reflejos en el agua” de Claude Monet.
Es así como la pintura pasa a ocuparse de su naturaleza intrínseca: la luz y el color; lo que permite que la forma se diluya, se mezcle o se separe de forma imprecisa dependiendo de la luz a la que está sometida.
Estética en evolución
En 1873 comienzan a agruparse algunos integrantes de esta nueva generación de artistas, forjados en la atmósfera rupturista del Romanticismo. Sin embargo, estos jóvenes “revolucionarios” del arte tenían móviles e intereses diversos.
Monet, Renoir, Sisley y Pissarro se ocupaban exclusivamente de la sensación visual de la realidad a través de reproducir la forma lo más rápido posible y sin retoques. Cézanne y Degas, en cambio, consideraban el estudio histórico tan importante como el de la naturaleza, pero todos ellos coincidían en que la nueva forma de pintar debía corresponderse a una nueva forma de “ver” y, consecuentemente, de mostrar una realidad en constante mutación.
Los principales representantes del impresionismo fueron, los ya mencionados, Claude Monet (Francia 1840- 1926), Edgar Degas (Francia 1834-1917), Pierre-Auguste Renoir (Francia 1841-1919), Paul Cézanne (Francia 1839- 1906), Camille Pissarro (Francia 1830-1903), Alfred Sisley (Francia 1839- 1871), Camille Pissarro (Francia 1830-1903), Frédéric Bazille (1841-1870) y Alfred Sisley (Francia 1839- 1871). También formaron parte del movimiento Mary Cassatt (EE.UU 1844- 1926), Armand Guillaumin (Francia 1841- 1927), Eva Gonzalès (Francia 1849-1883), Marianne North (Inglaterra 1830-1890), Marie Bracquemond (Francia 1840-1916) y Henri Rouart (Francia 1833-1912).
Hacia fines del siglo XIX, el Impresionismo estaba totalmente instalado. No sólo proponía una nueva forma de concebir el hecho pictórico, sino que era un concepto estético que fue abarcando otras disciplinas como la música y la literatura y, más adelante, la fotografía y el cine.
