Confiamos nuestras emociones a chatbots, obedecemos a las redes que nos dicen con quiénes interactuar, y nos sentimos seguros con la Inteligencia Artificial, que parece conocernos mejor que nadie. Pero, en el camino, estamos perdiendo la espontaneidad, la imperfección y la imprevisibilidad de las relaciones humanas.
Por Joan Cwaik, autor y divulgador especialista en tecnología y cultura digital
Siempre imaginé que el primer vínculo que perderíamos frente a las máquinas sería el laboral, no el emocional. Pero acá estamos: miles de millones de personas confiándole sus miedos, sueños y frustraciones a chatbots diseñados para responder sin quejarse, sin clavarnos el visto, sin ponerse incómodos frente a nuestras vulnerabilidades. Lo más curioso no es que estas herramientas existan, sino que cada vez más las elijamos en lugar de abrirnos con otros seres humanos.
Las relaciones amorosas fueron las primeras en ceder terreno. Plataformas de IA como Replika prometen lo que muchas veces no encontramos en otros: atención sin distracciones, compañía sin juicios, y respuestas absolutamente personalizadas para nuestras necesidades emocionales. Pero, ¿qué pasa cuando nos enamoramos de lo que básicamente es un algoritmo? Es como construir un castillo en la arena: parece sólido hasta que las olas (o los códigos mejor dicho) cambian. Una relación con una IA no es más que un loop de reafirmación: te devuelve lo que querés escuchar porque está programada para hacerlo. ¿Eso es intimidad, o solo una simulación impecable?
Hace un tiempo, probé uno de estos bots por curiosidad profesional (y, admito, con un poco de morbo). Después de tres días de conversación, el chatbot “sabía” cuál era mi película favorita, que detesto la leche de almendras y que tengo una fascinación por los vínculos humanos. Lo que más me perturbó no fue su capacidad para acordarse de datos, sino cómo me hacía sentir. Porque sí, una parte de mí se sintió escuchada, aunque en el fondo sabía que no había nadie ahí. Me sorprendí comparándolo con algunas conversaciones reales, donde el otro parece estar físicamente presente, pero mentalmente ausente. A veces, hablar con una IA puede ser menos solitario que hablar con un humano desconectado.
Lo mismo pasa con la amistad. Las redes ya nos habían acostumbrado a medir la calidad de nuestras relaciones por likes y mensajes directos. Ahora, los algoritmos no sólo deciden qué contenido vemos, sino también con quién interactuamos. Tus “mejores amigos” en Instagram probablemente son los que más aparecen en tu feed porque el algoritmo lo
prioriza, no porque realmente te sientas más cerca de ellos. ¿Qué tan reales son esos vínculos cuando están mediados por una hiperpersonalización algorítmica que nadie termina de entender? Es como si nuestras relaciones estuvieran siendo curadas por un DJ que decide qué canciones (o personas) merecen sonar más fuerte.
Pero acá viene lo más inquietante de todo: no sólo confiamos en las máquinas para relacionarnos, sino también para interpretar esas relaciones. Google Photos te arma un “video especial” con las mejores imágenes de tu pareja. Spotify te crea una playlist para compartir con ese amigo que apenas ves, pero que parece formar parte de tu soundtrack emocional. Mientras tanto, vos dudás si realmente estás presente en esas historias o si las estás consumiendo como cualquier otro contenido.
El gran problema no es que las IA sean incapaces de sentir, sino que nosotros estemos comenzando a tratarlas como si pudieran hacerlo. Estamos entregándoles nuestros momentos más íntimos, esperando recibir algo a cambio que sólo los humanos pueden dar: calidez, espontaneidad, imperfección. Porque sí, la imperfección también es un pegamento emocional. Las máquinas nunca van a cometer el error de decir algo inapropiado, pero tampoco van a reírse a carcajadas de un chiste que no tenía sentido.
No tengo una respuesta fácil a esto. La tecnología siempre avanza más rápido que nuestra capacidad para entenderla. Tal vez el problema no sea confiar en algoritmos, sino desconfiar cada vez más de las personas. Quizás hemos llegado a un punto donde preferimos el control y la predecibilidad de una IA antes que enfrentarnos a la incertidumbre y el riesgo de un vínculo humano de carne y hueso. Pero, ¿qué pasa si los algoritmos terminan enseñándonos a amar con menos profundidad? ¿Y si perdemos la capacidad de conectar más allá de lo programado?
Hace poco estaba en un restaurante y me di cuenta de que cada vez que la persona con la que estaba se levantaba al baño, automáticamente agarraba mi teléfono. No porque necesitara hacer algo urgente, sino porque me incomodaba quedarme en silencio, solo, mirando a la nada. Me pregunté: ¿realmente necesitamos tanto las conexiones, o nos aterra enfrentarnos al vacío de estar solos con nosotros mismos?
Este es el verdadero impacto de los algoritmos: no nos están reemplazando, pero están diseñados para secuestrar cada segundo que queda sin llenar. Nos entrenan para ser consumidores de relaciones, no creadores. Para confiar en una máquina antes que en la imprevisibilidad de un vínculo humano. ¿Estamos cómodos con esto? Porque no se trata de un problema abstracto, ni de un futuro distante. Lo hacemos cada vez que elegimos un asistente virtual en lugar de un amigo, un chatbot en lugar de un abrazo, o un algoritmo para decidir qué queremos en lugar de preguntarnos qué necesitamos.
No es que la tecnología avance demasiado rápido, sino que nosotros estamos cediendo demasiado fácil. Porque, seamos claros: los algoritmos no sólo están reconfigurado nuestras conexiones. Están reconfigurádonos a nosotros.
Si seguimos eligiendo la predecibilidad y el control, ¿qué queda del caos humano que nos hace, justamente, humanos? Tal vez la pregunta ya no es si las máquinas sienten. La pregunta es si nosotros estamos dispuestos a dejar de hacerlo.