A 125 años de su nacimiento, Jorge Luis Borges aún cautiva a lectores de todo el mundo e incluso atrae a nuevas generaciones con una obra plagada de laberintos, espejos y reflexiones brillantes. Un repaso por su vida, desde su infancia en Buenos Aires y su adolescencia en un bachillerato de Ginebra hasta su consagración internacional.
Por March Mazzei
Periodista. Editora de Arte de Revista Ñ.

Universal, inabarcable, a más de un siglo de su nacimiento, uno de los mejores escritores de lengua hispana que hayan existido nos sigue hablando. Jorge Luis Borges está en el centro del canon y de la pasión lectora. Sus seguidores llenan talleres y festivales que lo celebran, incluso con inspiración pop. En sus versos y prosas breves, nos ofrece reflexiones brillantes sobre la escritura, nos dice que la lectura es una de las formas del placer, que el arte abreva allí donde la futilidad de la vida pesa. A Borges se le atribuye haber llevado la ficción al rango de fantasía filosófica y degradar la metafísica y la teología a la mera ficción.
Los temas y motivos de sus textos son recurrentes y obsesivos: el tiempo circular, ilusorio o inconcebible, los espejos, los libros imaginarios y laberintos, o la búsqueda del nombre de los nombres. Su sentido de humor y el ejercicio de la humildad se aprecian en épocas de aclamaciones y selfies. Su erudición, definitivamente, asombra.
Nació el 24 de agosto de 1899, cuando el siglo se apagaba, en el seno de una familia patricia, por parte de los criollos Borges, varios héroes de la independencia. De muy chico comenzó a acercarse a los libros y a la literatura. Hijo de un abogado que daba clases de psicología, el pequeño Jorge Luis fue educado en su hogar, una casona con patio y aljibe en la calle Serrano, cuando Palermo era una frontera con el campo, poblada de malevos que se disputaban a cuchilladas. A los 6 años escribió su primer relato, una fábula en torno a El Quijote, titulado “La víscera fatal”. A los 10, publicó una brillante traducción al castellano de El príncipe feliz, de Oscar Wilde.
“Yo de niño supe que mi destino sería un destino literario. Mi padre me franqueó su biblioteca, en parte de libros ingleses, con la que me eduqué. Y entre los libros recuerdo una edición de Garnier de El Quijote que yo leí, y muchos años después, cuando volví a Buenos Aires quise releer en la misma edición”. Le costó conseguirlo, Buenos Aires ya no era la misma.
Borges heredó de su padre la pasión por la literatura inglesa, la biblioteca y la ceguera. En 1914, cuando comenzaba la Primera Guerra, la familia Borges viaja a Europa. En Suiza, visitaron al médico que había atendido a su padre con la intención de detener la ceguera progresiva. La estancia duró siete años, entre los 15 y los 22 de Borges, que transitó “un oscuro bachillerato ginebrino que la crítica continúa pesquisando”, según él mismo. Aprendió latín, alemán y francés, cosechó amigos y lecturas determinantes, de Voltaire a Víctor Hugo. Conoció de primera mano los movimientos literarios europeos y se sumergió en las tertulias. En
España, se vinculó con Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Ortega y Gasset, que influyeron en su literatura.
A su regreso al país, en la proliferación de publicaciones y cafés, Borges va a participar de dos revistas literarias: Prisma y Proa, donde firma el primer manifiesto ultraísta de nuestro país. Después de otro viaje a Europa, publicó su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), unas 64 páginas con 45 poemas del que solo se imprimieron 300 ejemplares. Con ese volumen, Borges se convirtió en poeta, en un ejercicio fundacional. Allí dice eso de que “a mí se me hace cuento/ la fundación de Buenos Aires/ la juzgo tan eterna como el agua y el aire”. A diferencia de otros que inventan mundos de fantasía, Borges decide fundar una ciudad –que ya estaba fundada dos veces–, porque la que había espiado de niño ya no se parecía a la modernista del Centenario, de las luces del centro, el primer subte de Latinoamérica y la vida cultural. El plan era poetizar a la Buenos Aires que estaba desapareciendo. El arrabal, la calle desconocida, el patio exento de belleza. Sus antepasados históricos tuvieron influencia en su escritura, y en este plan de crear una mitología de la ciudad.
“Soy descendiente del señor Juan de Garay que fundó la Ciudad de Buenos Aires y otro de apellido Cabrera, andaluz, que fundó la ciudad de Córdoba. Soy descendiente de conquistadores y, luego, de funcionarios españoles, y de soldados argentinos que se batieron con los españoles: era natural que ocurriera eso. Luego con guerreros del Paraguay. Una familia de soldados la mía. Y por otro lado mi abuela inglesa, que es una familia de pastores protestantes”. En esa estirpe de guerreros, su padre era una excepción notable: “Por su miopía, pero mi abuelo, el Coronel Francisco Borges, murió en 1874 en el combate de La Verde. después del combate, se hizo matar deliberadamente”.
Esa biblioteca, un hecho capital de su vida, contenía a través de la etiqueta de literatura inglesa el siglo victoriano entero, de expansión y traducciones de todos los rincones del planeta. Paradigmático, Las mil y una noches es solo una expresión de múltiples culturas que abonaron su universalidad deslumbrante.
Además de la cultura europea, se dejó influir por los autores locales como José Hernández, Leopoldo Lugones o Evaristo Carriego, amigo de la familia Borges. En los siguientes poemarios, Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929), Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928).
En los años 30, con la aparición de la revista Sur y su amistad con Victoria Ocampo y su hermana Silvina, comienza una nueva etapa de su vida. Junto a Adolfo Bioy Casares, pareja de Silvina, escribió numerosos cuentos bajo el seudónimo de Bustos Domecq. Bioy firmó un libro inolvidable, titulado Borges e inhallable, donde retoma las anécdotas de sus viajes en tren a la casa de Victoria en el Tigre, en el suburbio norte de Buenos Aires.
En 1940, Borges fue testigo de la boda de Silvina Ocampo con Bioy Casares. Fue la época en que publican antologías de literatura fantástica y una antología poética argentina. Fue también la década de sus notables ficciones y narraciones: El jardín de los senderos que se bifurcan (1941) y Ficciones (1944), donde se puede leer su obra maestra “Funes, el memorioso”.
Decía Borges: “Yo estaba en el hotel de Adrogué, sufría mucho del insomnio y el reloj estaba muy cerca, que daba cada cuarto de hora, y yo iba midiendo mi insomnio, y decía: no puedo dormirme porque para eso tendría que olvidarme de mi cuerpo, del reloj, de las diversas piezas del hotel, los eucaliptos afuera, del pueblo, todo, y dormir es olvidarse. Pensé qué terrible sería el caso de un hombre con una memoria infinita”.
El peronismo fue un momento paradójico para Borges. Su madre y su hermana, la gran pintora Norah Borges, fueron perseguidas. La firma de manifiestos hacen que lo desplacen de su lugar en la Biblioteca y lo designan inspector de aves de corral. Irónicamente, él agradece el nombramiento pero se considera incapacitado para la función. Sin embargo, durante el peronismo llegó a ser presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y publicó su genial El Aleph, en 1949.
En 1955, con la Revolución libertadora le llegarán “los libros y la noche”. Después de haber sido intervenido en nueve oportunidades, Borges queda completamente ciego casi en simultáneo a ser designado Director de la Biblioteca Nacional, que entonces ocupaba el edificio de la calle México; y se quedó sin acceso al millón de libros que lo rodeaban.
En la década de 1960, Borges adquirió fama mundial. Asistió invitado a universidades norteamericanas a dar conferencias y recibió premios: Formentor, comendador de las Artes y las letras en Francia. Contrajo matrimonio con Elsa Astete Millán, de quien se separó en 1970 y volvió junto a su madre, Leonor Acevedo, con quien tuvo una relación intensa. Hasta que aparece en su vida María Kodama, quien lo iba a acompañar hasta sus últimos días. Fue ella quien eligió el epitafio de su tumba, en su amada Ginebra, donde pasó momentos gratos en su infancia y su juventud. Dice en inglés antiguo: “Y que no temieran”, un verso de un poema anglosajón que Borges recitaba en sus últimos días.